Otra vez era época de la vendimia. Esta época del año deprimía mucho a Jacob, quien encerrado entre las paredes de la hermandad jesuita bajo silencio obligatorio, cada día se encontraba al menos un instante pensando en los Nevares.
No podía evitar notar cómo el aire era cada vez más caliente y perfumado conforme se acercaba la vendimia. A pesar de que el tiempo parecía fundirse dentro de esas paredes, obnubilando los sentidos, el embriagante aire dulzón de las uvas que se mezclaba con el aroma de la tierra húmeda y la vid permanecía nítido en su memoria.
No podía recibir cartas sino en Navidad, de modo que en realidad no sabía qué había sucedido en los Nevares desde su partida.
No sabía que la vendimia era ahora una fiesta mucho más sobria y sombría que aquellas a las que él asistió mientras vivía aún ahí. Tampoco sabía que Victoria era una persona solitaria.
Desconocía que ella se había ocupado de cumplir la última voluntad de su padre con tanta vehemencia y fervor, que las muchachas de su edad, cuyas únicas habilidades consistían en asistir a bailes, coquetear descaradamente y desmayarse delicadamente en los brazos de algún galante caballero después de un bochorno provocado por usar el corsé tan apretado, no la veían con buenos ojos.
Y no era para culpárseles, pues, ¿quién vería con buenos ojos a una muchacha que gustaba tanto del vino? Pero las faltas de Victoria que desconocía Jacob no se limitaban a la ingesta de una o dos copas de vino tinto en los aconteceres sociales. No, la niña tenía tantas fallas como hectáreas de tierra productiva en su poder.
Se rehusaba a montar a caballo como una dama debía hacerlo. Tenía la piel de las manos rugosa del contacto con la tierra, pues además se oponía fehacientemente a dejar todo el trabajo de su viñedo en manos de sus peones. La piel de su cara y cuello ya no era blanca y suave, sino curtida por el viento y el sol.
Pero lo que probablemente Jacob imaginaba, aunque evidentemente no podía saberlo con certeza, era que la expresión de infantil felicidad también había desaparecido por completo del rostro de la niña. Podría intuir que su mirada era ahora más dura y crítica que nunca, y que su voz era empleada con mayor frecuencia a dar órdenes que a hacer preguntas y definitivamente que a responderlas.
Lo único que Jacob sabía con seguridad era que ahora Victoria contaba en su haber con quince años y más tierras de las que muchos hombres habían deseado en su vida. Y esta inquietud lo privaba del sueño durante al menos la mitad de la noche.
De cada noche.
De todas las noches.
Sólo un ingenuo creería que ahora que Victoria estaba en edad casadera, alguien pretendería su mano en matrimonio sin ánimo de convertirse en amo y señor de los Nevares. O peor aún, sin que ésta fuera su única motivación.
Afortunadamente, Jacob también desconocía la edad exacta del último pretendiente de la niña, de igual manera que desconocía que éste había sido el Abogado Rentería, antiguo amigo de su padre.
Se preguntó si algún día podría llegar a enterarse de todo lo que estaba sucediendo y había sucedido en los Nevares durante su ausencia. Finalmente, con un gesto de resignación hizo la señal de la cruz y desapareció junto con el último rayo de sol hacia su cuarto, (aunque el término calabozo le parecía más apropiado). Decidido a no pensar más en el viñedo, ni en la niña, pero consciente de que no podría evitarlo.
Era la duda lo que más le quemaba. El sentido de desconocer lo que sucedía con algo que siempre sintió suyo. Era demasiado lo que añoraba el campo, la libertad.
Y es que era tanto lo que desconocía.
Y tan poco lo que informaban las únicas tres cartas que había recibido en las Navidades. El Padre José se las entregaba, y Jacob había llegado a apreciarlo mucho en los últimos años. Le debía muchísima gratitud, ya que como consideración a la familia y a la memoria de Don León, había sido él quien logró la inclusión de Jacob en la orden jesuita a pesar de tener varios años más de los permitidos para ingresar.
Jacob había llegado a ver al padre como una mezcla de mentor y tutor, y su presencia podía tranquilizarlo mucho, aún cuando la necesidad de palabras lo asfixiaba.
Victoria por su parte, odiaba encontrarse desinformada. De modo que a partir del día en que Jacob había ingresado a la orden, cada dos semanas recibía de manos de Abdul el esclavo una carpeta gruesa, en donde se le informaba del estado de Jacob, sus avances y sus quehaceres.
Día a día.
Abdul era muy eficiente, tanto por la meticulosidad y secretismo con que realizaba las labores que sólo a él le encargaba la niña Victoria (distinción de la que se sentía muy orgulloso), como por la lealtad que tenía para ella.
Nunca le dijo al Padre José quien solicitaba la tan cercana observación del seminarista nuevo.
El padre José, por su parte, consiguió el donativo de un alma caritativa que deseaba permanecer en el anonimato, y supervisó la construcción de una nueva abadía para el templo, con lujos que hubieran opacado los de cualquier iglesia italiana.